De Camilo a Platero: La Historia Real de un burrito que soñó con ser libre
Hola.
Soy
Camilo… o Platero. Ahora no lo sé, pero en el transcurso de mi historia tal vez
decidas tú quién quieres que sea.
Soy un burrito maduro de 14 años de edad que hoy ha venido a contarte su historia.
Nací en un bello país llamado México. No recuerdo bien los detalles, pero desde muy pequeño viví en una granja grande, muy adentro de la montaña. Allí también estaban mis dueños, quienes desde siempre me llamaron Camilo.
En
esa granja se respiraba aire puro, se escuchaban los pajaritos, y veía a otros
animales que merodeaban a mi alrededor. Pero yo nunca tuve tiempo para jugar,
correr o probar las hierbas que crecían por todas partes.
Yo siempre estaba trabajando desde el amanecer hasta la noche, transitando por el mismo camino. No era libre, quizá porque mi amo tampoco lo era.
Desde
que tengo memoria, cada día muy temprano comenzaba a cargar cosas en mi lomo.
Era una carga pesada para mí, porque, aunque soy fuerte, no soy muy grande. Y
aunque en mi juventud aguantaba más, había días en que el peso era demasiado.
Esos días… mis años se sentían más.
Cuando
ya no podía más, me plantaba. Me detenía.
Y
entonces comenzaba mi calvario.
—¡Burro
terco! —gritaba mi amo.
Pero
lo que él no entendía es que los burros no somos tercos: somos sabios. Cuando
no avanzamos, es porque sentimos peligro, porque algo no está bien. No es
testarudez, es precaución.
Entonces,
él me golpeaba. Sin importar dónde, sin importar cómo. Las patadas y palos me
lastimaban las costillas, las patas, la cabeza. Yo sangraba, cojeaba… y aun así
debía seguir trabajando.
También
mi columna vertebral comenzó a deteriorarse, se abrieron heridas en mi espalda
y aún así no me curaban, solo me colocaban más peso.
Una
vez cojeaba tanto que apenas podía moverme, y él, enfurecido, me rompió las
patas con un palo. Así pasé unos días en reposo. Luego, con los huesos mal
soldados, volvió a ponerme la carga sobre el lomo. Y yo, sin escapatoria,
terminé por resignarme aparentemente. Pero lo que mi amo nunca entendió… es que,
dentro de mí, en mi corazón burrino, hay una fortaleza que ni los golpes pueden
quitarme.
Una
madrugada, escuché un canto hermoso. No sé qué hermano pájaro lo entonó, pero
mis grandes orejas se giraron como antenas hacia el sonido.
En
ese trinar, el ave daba gracias por ser libre, por volar, por tener agua y
comida, y porque con cada vuelo estaba más cerca de Él.
—¡Psst!
¡Psst! —lo llamé—. Ven.
Él
cambió de rama y se acercó.
—¿Qué
quieres, hermano? —me preguntó el ave amablemente.
—¿A
quién le das gracias?
—Al
Dios de los animales —respondió, con una mirada luminosa—. Él nos cuida y nos
ama.
—¿Dónde
está? —pregunté, dudoso.
Entonces
voló en círculos y rió, como solo los pájaros saben hacerlo.
—¡Borrico!
—exclamó—. Está en tu pecho. Cierra los ojos y siente esa llamita calientita. Agradécele.
Pídele.
Y
así, mi primer amigo alado desapareció con el viento.
Desde
ese día, cada noche cerraba mis ojos con fuerza. Al principio no sentía nada.
Pero un día… algo dentro de mí se encendió. Sentí ese calorcito.
Y
rebuzné de emoción:
—¡Tengo
al Dios de los animales conmigo! ¡Yupi! ¡Yupi! ¡Yupi!
Pero
la alegría duró poco. Mi amo llegó, me escuchó, y me golpeó otra vez.
Entonces
le hablé al Dios de los animales y le dije:
No
quiero más esto. No quiero más dolor. Solo deseo compartir con mis hermanos de
la granja, envejecer tranquilo, vivir en paz.
Y
un día… sucedió un acontecimiento.
Una
mañana llegaron muchas personas al rancho. Preguntaban por mí.
Un
veterinario me revisó, me tocó por todos lados, y dijo con firmeza:
—Nos
llevamos a Camilo a un refugio. Tiene hongos en los cascos, está
desnutrido y ha sido descuidado y otros términos que no supe comprender.
Yo
entendí que algo grave pasaba. Me subieron a un camión, y tras un largo viaje,
llegamos a un lugar desconocido. Allí, en ese lugar no me fue muy bien,
entonces los policías decidieron llevarme a otro refugio.
Pensé
entonces, ¿será que esta tortura de que nadie me trate bien seguirá?
De
nuevo me subieron al camión, otro viaje más, la ventaja es que allí iba cómodo
y no tenía que esforzarme.
Cuando
llegamos, tuve miedo. Extrañé a mi amo, a su familia, a los olores del rancho.
Pasé
la primera noche temblando, deseando estar de nuevo amarrado en mi rincón.
Los
ruidos, las personas, los otros animales me daban pánico y saque lo más primario
de mí y no me dejaba tocar, no quería nada.
¿Saben?
Llore mucho porque no entendía cómo mi vida estaba tan mal. ¡Snif! ¡Snif!
¡Snif!
Le
pedí al Dios de los animales que me regresara.
Pero
amaneció. Y al amanecer, oí a unos caballos saludarme a lo lejos.
—¿Será
a mí? —pensé.
Olfateé
y descubrí a otro burro cerca. ¡Yo que pensaba que era el único que rebuznaba!
Jijiji...
Una
señora amable comenzó a cuidarme. Me cura las heridas y me llamo con un nuevo
nombre: Platero. Y ese nombre… me gustó. Porque sentí que era el
comienzo de algo bonito. Platero, pensé.
Creo
que mejor no me habían podido nombrar, como el amigo de Juan Rulfo que escribió
un libro llamado Platero y yo, en donde cuenta todas las
aventuras con su asno. Creo que puedo escribir otro capítulo para esa obra. Jijiji...
Aprendí
a confiar. A dejarme sanar. Comí por primera vez alfalfa, avena ¡un verdadero
manjar!
Ya
no cargo cosas. Camino por un potrero, como la hierba que quiero, a la hora que
quiero. Huelo flores. ¡Flores! Y ese olor... me hizo llorar por dentro. Era
plenitud.
Veo
a los caballos a lo lejos, y al burrito que aún me mira con desconfianza. Pero
sé que pronto platicaremos burros y caballos. Quiero escuchar sus historias.
Quiero saber cómo sanan las almas humanas. Quizá, con su sabiduría… también
sanen la mía.
Hoy
soy Platero: un ser que se siente amado, respetado y acogido, tanto por
humanos como por mis hermanos animales.
Si
alguien hablara conmigo y me preguntara por los dueños de Camilo, les
diría:
Gracias.
Gracias por haberme albergado y por haberme permitido ayudar en el rancho.
Siempre lo hice con cariño.
Pero
ahora…
Ahora
que conocí esta otra cara de mi México lindo y querido… quiero ser Platero.
Porque
por primera vez he sentido el aire en mi carita con cicatrices, no con heridas.
Y aunque camino despacio, ¡soy libre!
Hoy
le pido al Dios de los animales que nunca me deje volver atrás.
Quiero
seguir siendo Platero: un asno feliz, lleno de vida y con la esperanza
de que algún día todos los seres vivientes se respeten, se amen y admiren la
grandeza que hay en cada uno.
Solo
hay una cosa que me preocupa...
He oído decir que en el pueblo hay división por mí. Algunos quieren que regrese a ser Camilo, el burrito de carga, el de antes...
Y otros piden que me quede como Platero, el burrito libre, el de ahora.
Y
entonces, con el alma en los cascos y la voz temblando, les pregunto a quienes
desean que vuelva a mi antigua vida:
¿De
verdad creen que un ser, ya sea humano o animal, merece vivir a golpes, con hambre,
con miedo, en soledad?
¿De verdad creen que un corazón, por tener cuatro patas y orejas largas, no siente dolor ni tristeza?
¿Creen que, porque no hablo como ustedes, no tengo pensamientos, recuerdos ni sueños?
Yo no elegí cargar tanto peso. No elegí las heridas, ni los días sin descanso. Tampoco elegí la tristeza de no conocer la ternura…
Pero
sí elegí ¡no rendirme!
Elegí,
con cada rebuzno, con cada paso cojo, con cada mirada herida, seguir viviendo,
esperando que algo cambiara.
Y
ahora que el Dios de los animales lo hizo, ahora que sé lo que es el respeto,
la compañía, el alivio… ¿por qué debería volver al lugar donde solo conocí el
castigo?
Todavía
no hay nada escrito sobre mi destino.
Dicen
que pronto tomarán una decisión. Y, lo confieso, tengo miedo.
Miedo
de que mi libertad les parezca incómoda.
Miedo
de que prefieran mi silencio a mis pasos lentos, pero libres.
Miedo
de que olviden que hasta un burrito puede soñar con una vida digna.
¡Que
el Dios de los animales me acompañe!
Y
que el Dios de los humanos les acaricié el alma para que entiendan que esta
nueva vida, llena de cuidados, de flores, de cielos abiertos y alfalfa
compartida, es todo lo que siempre deseé… y lo que todo ser viviente merece.
Esto
aún no termina…
Muy
pronto volveré para seguirte contando mi historia, porque los sueños que apenas
empiezan no deben romperse nunca.
Con
amor borrico,
Platero…
o Camilo
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