De Camilo a Platero: La historia real de un burrito que soñó con ser libre (Primera parte)
Hola.
Soy Camilo… o Platero. Ahora no lo sé, pero en el transcurso de mi historia tal vez decidas tú quién quieres que sea.
Soy un burrito maduro de 14 años de edad que hoy ha venido a contarte su historia.
En esa granja se respiraba aire puro, se escuchaban los pajaritos, y veía a otros animales que merodeaban a mi alrededor. Pero yo nunca tuve tiempo para jugar, correr o probar las hierbas que crecían por todas partes.
Yo siempre estaba trabajando desde el amanecer hasta la noche, transitando por el mismo camino. No era libre, quizá porque mi amo tampoco lo era.
Desde que tengo memoria, cada día muy temprano comenzaba a cargar cosas en mi lomo. Era una carga pesada para mí, porque, aunque soy fuerte, no soy muy grande. Y aunque en mi juventud aguantaba más, había días en que el peso era demasiado. Esos días… mis años se sentían más.
Cuando ya no podía más, me plantaba. Me detenía.
Y entonces comenzaba mi calvario.
—¡Burro terco! —gritaba mi amo.
Pero lo que él no entendía es que los burros no somos tercos: somos sabios. Cuando no avanzamos, es porque sentimos peligro, porque algo no está bien. No es testarudez, es precaución.
Entonces, él me golpeaba. Sin importar dónde, sin importar cómo. Las patadas y palos me lastimaban las costillas, las patas, la cabeza. Yo sangraba, cojeaba… y aun así debía seguir trabajando.
También mi columna vertebral comenzó a deteriorarse, se abrieron heridas en mi espalda y aún así no me curaban, solo me colocaban más peso.
Una vez cojeaba tanto que apenas podía moverme, y él, enfurecido, me rompió las patas con un palo. Así pasé unos días en reposo. Luego, con los huesos mal soldados, volvió a ponerme la carga sobre el lomo. Y yo, sin escapatoria, terminé por resignarme aparentemente. Pero lo que mi amo nunca entendió… es que, dentro de mí, en mi corazón burrino, hay una fortaleza que ni los golpes pueden quitarme.
Una madrugada, escuché un canto hermoso. No sé qué hermano pájaro lo entonó, pero mis grandes orejas se giraron como antenas hacia el sonido.
En ese trinar, el ave daba gracias por ser libre, por volar, por tener agua y comida, y porque con cada vuelo estaba más cerca de Él.
—¡Psst! ¡Psst! —lo llamé—. Ven.
Él cambió de rama y se acercó.
—¿Qué quieres, hermano? —me preguntó el ave amablemente.
—¿A quién le das gracias?
—Al Dios de los animales —respondió, con una mirada luminosa—. Él nos cuida y nos ama.
—¿Dónde está? —pregunté, dudoso.
Entonces voló en círculos y rió, como solo los pájaros saben hacerlo.
—¡Borrico! —exclamó—. Está en tu pecho. Cierra los ojos y siente esa llamita calientita. Agradécele. Pídele.
Y así, mi primer amigo alado desapareció con el viento.
Desde ese día, cada noche cerraba mis ojos con fuerza. Al principio no sentía nada. Pero un día… algo dentro de mí se encendió. Sentí ese calorcito.
Y rebuzné de emoción:
—¡Tengo al Dios de los animales conmigo! ¡Yupi! ¡Yupi! ¡Yupi!
Pero la alegría duró poco. Mi amo llegó, me escuchó, y me golpeó otra vez.
Entonces le hablé al Dios de los animales y le dije:
No quiero más esto. No quiero más dolor. Solo deseo compartir con mis hermanos de la granja, envejecer tranquilo, vivir en paz.
Y un día… sucedió algo inesperado.
Continuará…
En la próxima parte: Camilo cambia su destino y es rescatado por manos humanas. ¿Qué le espera más allá de la montaña?
Lee ahora la [Parte 2: Camino a una segunda oportunidad] (enlace a entrada 2).
Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario